Juan Pérez Agirregoikoa |
Andaba
el bicho sorteando obstáculos, encimándose a una piedra, descendiendo;
topándose con una rama, dando media vuelta y cambiando el trayecto.
Insignificante
ser, arrastrando su anatomía simple, invertebrado viscoso bien servido de extremidades,
además de unas alas que le permitían volar.
Pocos
vuelos dominaba el bicho, una determinada altura para invadir matas y arbustos,
balanceándose en la frágil vértebra de un tallo, tomando el sol en el campo clorofílico
de una hoja.
Era un
bicho más en un mundo lleno de bichos ignorándose los unos a los otros,
transitando incansables procurándose el sustento.
Nada ni
nadie conocía la particular existencia de ese bicho, hasta que se cruzo en mi
camino. Estaba yo deleitándome con el airecillo fresco y suave de una mañana de
otoño. Apenas había clareado, transcurría ese momento donde la luz llega en silencio
empujando los restos de la noche. La vida se iluminaba lentamente añadiendo
sonidos y matices, regresando de su letargo, abriendo el apetito a los insectos,
aves de espacio y de corral, animales y bestiarios esparcidos por la faz de la
tierra.
En ese
susurro de mi vida tenían cabida todos y cada uno de los momentos de mi
existencia; una recopilación de instantes acumulados en un espacio físico que
se sostenía a base de nutrientes y
con el oxigeno que exudaba la
vegetación.
El
bicho de poco más de un centímetro, coexistía conmigo en esa mañana incipiente;
en su trayecto se topó con mi pie y siguió caminando, ascendiendo por mis
dedos, cosquilleando mi epidermis, ripiando mi sensibilidad con un escalofrió.
Mi
observación adquirió consistencia, dedicando todo mi interés a la actividad de
aquel pequeño ser.
Supuse
que él ignoraba mi presencia, mi observación le traía sin cuidado, caminaba a
trompicones y de vez en cuando abría sus alas realizando cortos vuelos y
posándose de nuevo en la gravidez.
El
bicho pasó de ser insignificante a ser tenido en cuenta; el mero hecho de
reparar en él incitaba mi filosofía, despertaba mi curiosidad. El bicho y yo en
una mañana de la vida, ejerciendo tareas diferentes desprovistas de intereses
comunes, respirando sustancias y captando sonidos.
Pensé
por un momento, en mi superioridad de tamaño, en mi ventaja consciente, en mi
fuerza física. Yo poseía poder para aplastarlo, él la indiferencia hacia ese
poder; esa ventaja le permitía caminar sin vacilación, sin miedo. Yo, sin
embargo, realizaba malabarismos mentales obstinados en filosofar con su
existencia, elucubrando a cerca del sentido de las cosas, comparando el valor
de su vida respecto al de la mía.
Juan Pérez Agirregoikoa |
Poco le
importaba al bicho mi observación, ni la tasa que yo pudiese hacer sobre el
valor de su vida.
Tal vez
todos somos bichos observados por alguna inteligencia superior con poder para
decidir sobre las existencias de tanto bicho. Tal vez nuestros miedos sean la
desventaja del consciente; quizás nuestros razonamientos solo sean caminos para
la evaluación de nuestros comportamientos; quien sabe si nuestros
comportamientos contienen razón alguna que conceda sentido a la existencia.
El sol
ya se ha llevado todo resto de noche. El airecillo persiste y los aromas se
intensifican en la medida que se evaporan. El bicho se ha aposentado en una
hoja y la devora a pequeños mordiscos, ignoro si se ha percatado de mi
presencia, si ha notado mi poder, si ha presentido mis elucubraciones.
El
poder no es matar, el poder es resucitar aquello que hemos matado.
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