Llenó hasta arriba
la taza de café con leche y se dispuso a mojar en ella un pedazo de
pan del día anterior.
El pan absorbió un
cuarto de la leche reblandeciéndolo y cuando se disponía a
llevárselo a la boca éste se partió, cayó con desmayo sobre
el mantel. Con la cuchara recogió pasivamente el chasquido de
pan, que ya no contenía leche, ésta había sido absorbida por el
mantel, dejando un círculo evidente denominado mancha.
No había dormido
bien aquella noche, de hecho, esta perpetuación del insomnio era ya
una constante. Se sentía triste, muy triste. Desde que Asunta se fue
de casa nada era lo mismo, no tenía la menor idea de cómo
apañárselas, todo estaba en el más absoluto desorden y lo peor de
todo era que su alma también estaba incluid en ese desorden.
Se levantaba triste
y se acostaba llorando. No había vuelto a dormir en la habitación
que compartían. Se instaló en el cuarto del hijo, que se hallaba
siempre de viaje debido a su trabajo de viajante de comercio y cuando
venía, se quedaba en casa de su amiga.
Cuando Asunta vivía
todo era fácil. Ella le cuidaba y consentía todos sus vicios,
incluidos la pereza y el apego a la dejadez. Asunta acabó por
claudicar, restituyendo el orden, colocando cada cosa en su sitio,
caminando por la casa con un resignado silencio, como quien ha dado
por imposible una misión y acaba por aceptar que ese desorden
venia incluido en el lote matrimonial, junto con los otros defectos y
virtudes.
Su vida en común no
tenía desperdicio, se habían amado y deseado, aceptado y aburrido,
agotando el deseo y cambiando éste por paciencia y resignación.
Aunque él siempre
mantuvo esa admiración secreta por la inmensa paciencia y abnegación
de su mujer. Se iba a trabajar por la mañana, muy temprano. Volvía
a medio día cuando se le antojaba, si no aparecían amigos con
quienes compartir el entretenimiento de las conversaciones. Esos días
Asunta comía sola, y guardaba en el horno la comida de su marido
para la cena.
Después de su
trabajo reincidía con los amigos para tomar unas copas en el bar
mientras disfrutaban de un partido de fútbol o una partida de
cartas.
Esas aficiones
también las conocía Asunta y llenaba la ausencia de su marido
tragándose culebrones de amor, aunque todo cuanto ocurría en esos
culebrones le parecía ciencia ficción, ella nunca experimento tales
conductas.
Solo tuvieron un
hijo, porque el parto fue muy difícil y se opto por no tener más.
Pero el hijo, dotado en gran parte de la genética materna, era un
dechado de virtudes. Sin embargo en su genética paterna estaban
impresos los defectos del padre, el gusto por el desorden y la
dejadez. De nada había servido la educación insistente de la madre,
la educación a que le sometía diariamente, el chico obedecía más
el ejemplo del padre y se sentía más hombre actuando como él.
Jamás retiraron un
solo plato de la mesa después de comer, ni recogieron la ropa del
tendedero. Guardaban en el armario las ropas sucias junto con las
limpias, los zapatos se esparcían por toda la casa. Periódicos,
revistas, trastos varios, colillas, botellas, restos de comida. Todo
se sembraba, pero no se recogía. Aunque no era esa la indisciplina
que más le molestaba a Asunta. Lo que más la dolía era ese
sentimiento de insignificancia, ese ignorarla y reducirla a un objeto
cuya utilidad consistía en ordenar, servir y callar.
Las conversaciones
entre ella y su marido eran escasas y éstas se limitaban a preguntar
o pedir. El hijo nunca estaba en casa, disfrutó con él cuando era
niño, pero había crecido muy deprisa, dejándola con los pañales
tendidos en la tristeza.
Ahora él se daba
cuenta de la importancia de ese orden que siempre había creído una
soberana tontería.
Ahora entendía lo
complicado de esa labor que venía implícita en la ley de
supervivencia, esa empresa donde él ejercitaba la despreocupación y
su mujer la resignación.
No tenía camisas
limpias y cuando necesitaba una la buscaba en el cesto de la ropa
sucia junto con otras prendas que esperaban su turno para ser
lavadas.
El ritual de la
higiene se había convertido en una pesadilla, no tenía ni la menor
idea de cómo limpiar y ordenar la casa, todo se le antojaba una
tarea difícil e insustancial, limpiar, para volver a ensuciar, todos
los días lo mismo.
Así estuvo Asunta
durante más de cuarenta años, tiempo suficiente para haber
aprendido, aunque solo fuese por observación. Pero eso eran
cosas de mujeres, el hombre es un macho, un protector, el que aporta
la fuerza en la debilidad, un empleado en oficios mayores.
Se lamentaba
silenciosamente entre el desorden y el caos. Lo peor era ese
desorden mental, mezcla de remordimiento y resurrección, un atraso
en la lucidez de las conductas pasadas, una presencia dolida que le
acompañaba sin estar presente la víctima.
Se lamentaba de su
soledad, de su desgracia y en ese estado culpaba a Asunta el haberse
muerto sin dejar instrucciones para combatir esa soledad de cómo
componérselas sin ella.
La culpaba de su
muerte por largarse sin su permiso, se sentía más traicionado que
dolido, más decepcionado que arrepentido. Ella nunca advirtió de
que eso podía suceder, nunca le dijo que algún día habría de
ocuparse de sí mismo en el orden de su propia vida. Ahora, rodeado
de platos sucios, ropa por lavar, objetos dispersos, envases vacíos,
polvo, telarañas… y lo peor de todo, quería hablar y no había
auditor, quería salir y no hallaba salida, ni amigos, ni fútbol.
Pasaba su vida
sentado frente al televisor, ensimismado en los culebrones que
sustituyeron el fútbol, diciéndose a sí mismo que eso era ciencia
ficción. Hacer la compra era su mayor suplicio, imprescindible
obligación que consistía en sobrevivir administrando la economía.
Pensó en contratar
una asistenta, para suplir la que se había muerto, pero su paga de
jubilado no le permitía esos excesos y aunque su hijo se había
ofrecido para costear ese gasto él no había aceptado, porque sabía
que su sueldo no daba para esos desmadres.
Así transcurrieron
dos años en la vida de esa alma en pena que lloraba la ausencia de
su mujer, más por los servicios abandonados que por el desamor que
se había llevado con ella.
Le reprochaba
semejante traición como si el muerto fuese él, como si la tarea de
vivir fuese una condena.
Un día se planteó
la cuestión de buscar una víctima con su misma soledad. Le ofreció
alojamiento y comida a cambio de servicios. El amor no era necesario
a esa edad, eso era cosa de jóvenes.
No halló la menor
diferencia entre una víctima y la otra.
Asunta pasó a engrosar la
historia como una más de las víctimas sin amor, sin poder abrir la
boca para exponer sus quejas durante más de cuarenta años.
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