El
momento más importante del día es sin duda alguna el despertar.
Abrir los ojos a un nuevo día es la rutina que conlleva la mayor
carga de energía presta a ser desmenuzada .
Como
toda costumbre y más si la hemos convertido en mecánica, la importancia de ese momento
nos pasa desapercibida, y lo único que nos conmueve es la pereza, el
desentumecimiento y la sobrecarga emocional que nos obliga a
levantarnos para hacer un montón de cosas que no nos apetecen.
Cada
ser reacciona de diferente manera, a pesar de que la inercia del
suceso es la misma en todos los humanos, quiero decir que el acto en
si contiene una razón unánime. Despertar después de dormir es
lógico y natural, lo que no es tan lógico ni natural es despertarse
cansado o malhumorado, lleno de rabia o cargado de preocupaciones.
La
primera reacción es biológica, hay que desalojar las vísceras y
aliviar el cuerpo. Acto seguido, pensar...o no... depende de cada
uno.
Pensar
es también una rutina que nos impone la existencia; somos animales
racionales, cavilamos, elucubramos, especulamos, distinguimos, o no,
los efectos colaterales que causan nuestras acciones, la repercusión
medioambiental que contaminamos con nuestras ideas y sobre todo, la
energía que malgastamos en dejar a un lado nuestra verdadera
identidad para ser aquello que nos obligan a ser, pensar lo que nos
dictan y mantenernos al margen de investigar quienes somos y quienes
son los que se toman tanto trabajo ( bien remunerado) para dirigir
nuestras vidas y nuestros despertares.
La
insatisfacción es la reina, la nota predominante en la mayoría de
despertares. Abrir los ojos y, en la penumbra, ver más luz de la que
veremos en todo el día. El lapsus relajado que nos otorga la
conciencia, ese momento de lucidez reservada solo al despertar, es un
bien que pasa lastimeramente.
En
breves minutos consumimos todo el trayecto de nuestra existencia. Tal
suceso ocurre sobre todo en aquellas personas que día a día se van
sobrecargando de pesadumbre y descontento,insatisfechas con lo que
son y con lo que les hacen ser.
Son
apenas unos instantes de lucidez mental, lucidez esporádica y
reactiva que insiste en iluminarnos cada mañana, recién salidos del
coma soporífero del sueño y prestos a seguir el día con más de lo
mismo.
El
despertar de un niño en su primera infancia es un reclamo a la
necesidad que le obliga a seguir vivo. Su fijación es el hambre, la
higiene, las dosis de amor que le hacen humano,la ternura, la
protección...
En
el despertar de un adolescente predomina la fantasía. El mundo es
del color que él quiere y lo diseña según sus cálculos y
mediciones. Todo despertar esta lleno de vitaminas y estimulantes, no
necesita pensar, es actividad pura y sin restricciones.
La
adolescencia es temporal, como sus despertares. Cede paso al realismo
puro y duro de las insatisfacciones. La juventud es la toma de
consciencia por la fuerza y la alternación de la misma por sus
repercusiones.
Así
seguimos después de aceptar que entramos en años, despertando con
alteraciones cardíacas, abriendo los ojos de manera mecánica,
deseando el despertar de un niño para obligarnos a seguir vivos.
Envejecemos.
Alargamos el hospedaje entre las sabanas todo cuanto podemos. Abrir
los ojos da miedo, es casi una obscenidad ver en lo que nos hemos
resumido. Un tiempo de vida que ha transcurrido entre el despertar y
el sueño, con intervalos de vida activa, donde no hemos abierto los
ojos más que para continuar ciegos y dormidos.
El
despertar debería ser un agradecimiento diario al renacimiento.
Abrir los ojos y ver la luz después de haber permanecido unas horas
en el país de quien sabe donde, sumergidos en la nada que todo lo
sabe, desamparados de nosotros mismos, cobijados por la noche que
todo lo pierde.
Despertar
y sentir que estamos vivos, que pertenecemos al primer mundo donde el
agua caliente desentumece nuestra epidermis y el aroma de café
despeja nuestros sentidos.
Agradecernos
el derecho a ser más que otros sin haber ganado ninguna batalla
propia ni arriesgado nuestro sentido común en merecer tal derecho.
Abrir
los ojos retando a lo imprevisto, sin planes previstos ni
aturdimientos mentales, recobrando esa infancia donde solo
pretendíamos crecer, ajenos a esa pretensión, guiados por el
instinto, respaldados por la necesidad.
Despertar
es un acontecimiento solemne, una bienvenida, un punto y seguido a la
vida, la simplicidad de lo permanente, la osadía de seguir, el culto
al sol, la realidad de ser.
No
olvidemos nunca nada de eso cada vez que abrimos los ojos, el resto
del día podemos seguir, si lo preferimos, inmersos en la ceguera
total de lo cotidiano.
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